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Cómo “la cuna de la heroína” pasó a producir el café más exclusivo de Colombia
 
Las más de 2.500 hectáreas de amapola fueron reemplazadas por café y otros productos por los mismos indígenas Inga. (Fotos cortesía Hernando Chindoy)
Las más de 2.500 hectáreas de amapola fueron reemplazadas por café y otros productos por los mismos indígenas Inga. (Fotos cortesía Hernando Chindoy).

El café en Wuasikamas se toma en pocillo de arcilla en todo el centro de Bogotá. Pero llega desde el sur de Colombia, de un pueblo ubicado en toda la esquina de tres departamentos históricamente azotados por el conflicto armado y el flagelo del narcotráfico: Nariño, Cauca y Putumayo. Ese café, uno de los más exclusivos del país, se hizo con la resistencia Inga, un resguardo indígena que vio derramar sangre por plantaciones de amapola, y al que la tierra le hizo un “llamado” destruyendo la mitad de sus casas. Por eso ahora cultivan café.

La década de los 90 les llegó a los Inga con una riqueza color rojo, pensaron en aquel momento. Y pasaron de ser un pequeño poblado de unos 1.400 habitantes a más de 30 mil en cuatro años. ¿La razón? El auge de la heroína y la morfina en el despiadado mercado de la droga. La cordillera se cubrió de jardines amapoleros. Atrás quedaron los cultivos de arveja, papa, fríjol, maíz, caña, granadilla. Y llegó el dinero más fácil que pudieron conocer, acompañado de gente extraña, armas y alcohol.

“En el año 91 empezaron con unas 6 hectáreas ubicadas monte adentro, a unas 6 horas caminando desde el pueblo. Un año más tarde ya eran 200 hectáreas que se tomaron los alrededores del resguardo. Y en cuatro años aumentaron a 1.000. Llegamos a tener 2.500 hectáreas de amapola,con las que se podían producir entre 2 y 3 toneladas de heroína cada semana. Así mismo entraba el dinero, hasta 4 millones de dólares por semana”, describió el taita Hernando Chindoy, líder y exgobernador Inga.

 

De los cultivos de amapola se deriva la heroína y la morfina. (Foto de referencia. Reuters)De los cultivos de amapola se deriva la heroína y la morfina. (Foto de referencia. Reuters)

Los compradores venían de todas partes, de Medellín, de Cali, de La Guajira, del extranjero. No sabían muy bien quiénes eran, si narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares o ninguno de los anteriores. Pero de lo que sí tienen certeza, dijo Chindoy a Infobae en una entrevista en su Café Wuasikamas en el centro de la capital, es que los cultivos ilícitos llegaron con las organizaciones armadas. Y asimismo el dolor.

Para finales de los 80 ya estaban en su territorio las guerrillas del M-19, el EPL y el ELN. Todo en relativa calma hasta los 90 cuando llegaron las FARC para quedarse hasta el 2002, y más adelante las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) por ahí en 1998. A estos dos últimos grupos, los cultivadores de amapola debían pagar una especie de impuesto por comercializar el producto. Aun así, quedaba suficiente para gastar en licor. Al fin y al cabo, eran los principales productores de amapolas del país.

Cada semana aparecían entre 1 y 4 muertos. Los fusilaban dentro de sus mismas casas frente a su familia, en la entrada del colegio, en los andenes de la iglesia, en medio de la plaza principal, de día o de noche. El frente 48 de las FARC no permitía el ingreso de la institucionalidad, que a decir por el taita tampoco tenía presencia antes de su llegada. Las autoridades los estigmatizaron como narcotraficantes, y se desentendieron, dijo Chindoy. El Bloque Central Bolívar de las AUC emprendió una guerra contra la insurgencia.

Las FARC impedía que las autoridades ingresaran al territorio. Mientras que la guerra del paramilitarismo contra la insurgencia dejaba entre 1 y 4 muertos semanales. (Foto de referencia)Las FARC impedía que las autoridades ingresaran al territorio. Mientras que la guerra del paramilitarismo contra la insurgencia dejaba entre 1 y 4 muertos semanales. (Foto de referencia).

Fueron 6.090 víctimas las que se registraron durante el conflicto armado en el municipio nariñense de El Tablón de Gómez, donde se ubica el resguardo indígena, de acuerdo a cifras del Registro Único de Víctimas. Entre ellos habían más de 120 ingas, de apenas 900 familias que eran, detalló Chindoy, quien también es el presidente del Tribunal de Pueblos y Autoridades Indígenas del sur-occidente colombiano.

La sustitución

“Cuando empezaron las fumigaciones con glifosato se perdían todos los cultivos, sin distinción. No había alimentos que comer ni cómo comprarlos. A eso súmele los desplazamientos, las masacres, los bombardeos”, expresó Chindoy. Después de 10 años de guerra y mafia, la cultura inga estaba lo suficientemente débil, en la mente de sus pobladores pasaban las memorias de escenas sangrientas en las que vieron morir algún familiar, vecino o amigo.

“A lo largo de la historia, los pueblos indígenas han recibido una humillación constante, eso hizo que la gente desconfiara de sus saberes ancestrales, eso debilitó al pueblo en su espiritualidad. Y ante momentos tan dolorosos no había nadie que hiciera procesos de reflexión frente a temas de identidad. Empezamos así a conversar con la gente para entender en qué se soportaba su espiritualidad y la manera de ver el mundo”, contó Chindoy.

Los indígenas Inga fueron el primer caso de éxito del programa de sustitución voluntario de cultivos ilícitos en el país. (Foto cortesía Hernando Chindoy)Los indígenas Inga fueron el primer caso de éxito del programa de sustitución voluntario de cultivos ilícitos en el país. (Foto cortesía Hernando Chindoy). 

Fue cerca de año y medio en esas conversaciones. A través de encuentros con yagé, la planta sagrada que usan para conectarse con la tierra, un brebaje milenario de efectos alucinógenos que hace parte de sus rituales. Iniciaron con una lucha por recuperar su cultura materializada en su lengua natal, Inga, y la vestimenta tradicional, un conjunto blanco con una especie de túnica negra hasta la rodillas en los hombres, y falda negra y blusa blanca en las mujeres.

Parecería insignificante el cambio, pero lo fue todo. Eso demostró al pueblo que valía más su cultura que el dinero. “Si fuera por plata nos hubiéramos quedado con la amapola. El gobierno proponía dar a cada cultivador unos 500 mil pesos (161 dólares) por mes para el reemplazo del cultivo ilícito por uno legal. Pero la gente se podía hacer hasta 10 millones de pesos (3.230 dólares) semanales con el ilícito. ¿Qué iban a preferir? El camino no era por el dinero, sino para preservarnos como población ancestral”, explicó Chindoy.

Lo primero que hicieron fue reconocer que su territorio era sagrado,era su casa, y había que pedir permiso para entrar. Comenzó una lucha para que las 22.283 hectáreas donde vivían fueran tituladas como resguardo, y en 2003 el antiguo Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) así lo estableció. Ahora venía la parte más difícil, convencer a los cultivadores de sustituir voluntariamente las amapolas por otros productos legales. Muchos se opusieron porque los tocaban en sus intereses. Pero el 90 por ciento del pueblo se unió.

“Nosotros podíamos excusarnos en que somos pobres, que no tenemos cómo sacar nuestros productos para venderlos, que el estado nos abandonó… pero nada de eso justifica que seamos cómplices de la muerte de otro seres humanos por el consumo de heroína; y que esa misma energía negativa estuviera acabando nuestra propia vida. El narcotráfico nos tenía presos en nuestra propia casa“, expresó Chindoy.

 

Ahora los inga producen uno de los mejores cafés de Colombia, de tipo exportación. (Foto cortesía Hernando Chindoy)Ahora los inga producen uno de los mejores cafés de Colombia, de tipo exportación. (Foto cortesía Hernando Chindoy)

Organizaron entonces mingas (tradición precolombina de trabajo comunitario voluntario) de entre 200 y 300 personas para arrancar los cultivos de amapola con sus propias manos, sin importar los tiros al aire de quienes se oponían, y entre el llanto de quienes acababan su propio sustento. No importó ni siquiera las amenazas de guerrillas y paramilitares. Eliminaron toda la amapola y se convirtieron así en el primer caso de éxito de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos en Colombia, que se mantiene hoy, 15 años después.

La flor roja fue reemplazada por arveja, que vendieron en el mercado de Bogotá entre 2004 y 2006, toneladas de ellas tras un viaje de 28 horas en camión. También por granadilla, aguacate, piscicultura y café. Sin saberlo, los suelos térmicos de las cordilleras sobre las que está su territorio, que ofrece una variedad climática desde templados a páramos, les permitía cosechar uno de los granos de café de mayor calidad del país y, por ende, uno de los más costosos. Eso lo supieron luego de visitar el Eje Cafetero del país y hablar con expertos. Así, las 2 hectáreas de los abuelos se convirtieron en cientas, con capacidad para producir 1.000 toneladas al año.

 

El Café Wuasikamas está ubicado en el barrio La Candelaria, en el centro de Bogotá. (Foto cortesía Hernando Chindoy)El Café Wuasikamas está ubicado en el barrio La Candelaria, en el centro de Bogotá. (Foto cortesía Hernando Chindoy)

Con el dinero que les dio el Estado hicieron un fondo colectivo y crearon un plan de inversión para dividirlo en las necesidades del pueblo. Construyeron centros de salud, crearon su propia IPS (Instituto Prestador de Salud), dotaron las escuelas, diseñaron módulos educativos, financiaron viviendas y proyectos productivos, enviaron a sus jóvenes a la universidad. “El resguardo moviliza unos 4.500 millones de pesos anuales. Antes eso se hacía en un mes con la amapola, pero aquello no significó una mejora en la calidad de vida de las personas. Ahora sí hay avances“.

Fue ese modelo de voluntad colectiva, en el que convirtieron la identidad cultural en una estrategia sostenible económicamente, lo que les valió el Premio Ecuatorial en 2015, que otorga las Naciones Unidas a 21 iniciativas de base comunitaria de todo el mundo para resaltar la lucha que combina reducción de pobreza, protección de la naturaleza y fortalecimiento de resiliencia ante el cambio climático.

Pero el daño ya estaba hecho.

El “llamado” de la tierra

El conflicto armado y el narcotráfico introdujo el resguardo Inga en la lista de las 36 comunidades indígenas en vía de extinción física y cultural establecida por la Corte Constitucional. La violencia casi los desaparece. No pudo, pero la tierra quedó resentida, como sostienen los abuelos. El 2015, en pleno auge del café por el que extranjeros de muchos países llegaban a Colombia en su búsqueda, una grieta empezó a dividir al pueblo en dos.

 

Una falla geológica abrió una grieta de aproximadamente un kilómetro de largo, que dividió al pueblo en dos y derrumbó 485 viviendas. (Fotos Gobernación de Nariño)Una falla geológica abrió una grieta de aproximadamente un kilómetro de largo, que dividió al pueblo en dos y derrumbó 485 viviendas. (Fotos Gobernación de Nariño)

Una falla geológica de regiones cercanas se extendió hasta sus terrenos -sin explicación lógica aún debido a la falta de estudios científicos- y comenzó a cuartear las viviendas. Las rayas en las paredes de las casas aparecieron de repente y ya han tumbado 485, más la escuela, la iglesia y la casa de gobierno. La grieta en la tierra, de aproximadamente un kilómetro de largo, atraviesa el poblado por la calle principal, el escenario principal del derramamiento de sangre, fue ahí donde yacían los cuerpos fusilados.

“Es una línea divisoria entre lo que quedó de pie y lo que se derrumbó. Los abuelos dicen que es un llamado de la tierra, porque la tierra nos habla. Nunca le pedimos permiso para explotar sus recursos, envenenamos sus suelos con cultivos ilícitos y glifosato. Nosotros decimos que la tierra lava, la sangre y las energías que esto dejó, es un llamado muy fuerte y duro para la comunidad”, explicó Chindoy. Después de orarle y pedirle perdón, ahora intentan reconstruir su resguardo. Y lo hacen con café.

 

En el Café se venden artesanías se varios pueblos indígenas de Nariño y el lugar es atendido por la misma gente del pueblo. (Foto cortesía Hernando Chindoy)En el Café se venden artesanías se varios pueblos indígenas de Nariño y el lugar es atendido por la misma gente del pueblo. (Foto cortesía Hernando Chindoy)

Chindoy creó un emprendimiento familiar del que se alimentan familias de varios resguardos indígenas de la región de Nariño. Lo bautizó como Wuasikamas, palabra inga que en español significa ‘guardianes de la tierra‘. Es un pequeño local ubicado en el centro de Bogotá que vende café de los Inga de Aponte, panela de los Awá de Tumaco y artesanías de los Kofán y Nasa de Sucumbíos y de los Eperara de Tumaco. El 40 por ciento de las utilidades se destina a la reconstrucción del pueblo.

Así pasaron de vender los granos de café, una libra a 8,5 euros, a procesarlo para recoger mayores ganancias como las de sus compradores europeos, donde la libra de su café vale entre 120 y 140 euros. El local lo montaron con una financiación del gobierno de Taiwán, este año empezarán a exportarlo y preparan abrir un café en Madrid o en Santiago de Chile. Para eso tienen embajadores que los ayudan a recoger fondos, como el cantante argentino Piero, que donó las entradas de dos conciertos que organizó en diciembre pasado en Colombia.

 

El cantante argentino Piero es uno de los embajadores de Wuasikamas, para recoger fondos para la reconstrucción del pueblo.El cantante argentino Piero es uno de los embajadores de Wuasikamas, para recoger fondos para la reconstrucción del pueblo.

Con las ventas al por mayor y los cafés en el mundo esperan recaudar cada vez más dinero para reconstruir el pueblo que la tierra les tumbó por abusar de ella. Y mientras lo hacen esquivan la muerte de sus líderes, amenazados por las Águilas Negras, las disidencias de las FARC y el ELN por convertirse en wuasikamas (guardianes de la tierra), y rechazar la minería ilegal que deforesta sus bosques y la coca que vuelve estéril sus suelos.

En menos de un año ya van 15 líderes indígenas asesinados en el sur del país, comprendido por los departamentos de Cauca, Putumayo y Nariño; según cuentas del taita Hernando Chindoy. Él mismo está amenazado, ya lo habían retenido las FARC y las AUC durante el conflicto, y en 2011 sufrió un atentado a tiros por unos sicarios. “Pero ahora nos negamos a estar presos en nuestra propia casa. El territorio es nuestro y debemos protegerlo, incluso con nuestras vidas. Porque ya le prometimos a la tierra ser wuasikamas”.

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Hernando Chindoy: guardián de la tierra. Personaje del año.

Por: Edinson Bolaños / @eabolanos Diciembre 2 de 2018. Esta noticia fue publicada originalmente por Colombia2020 de El Espectador.

La lucha para acabar la guerra del cultivo de la amapola y la coca en el resguardo de Aponte (Nariño) tuvo una mejor recompensa: una próspera empresa de café que hoy planea abrir tiendas en cuatro capitales del mundo.

                    Hernando Chindoy, líder del gobierno mayor del pueblo
                          indígena Inga en Colombia./ Archivo Partícular

Pensar, hablar, actuar, hacer conciencia colectiva en su idioma. Esa es la cosmovisión más trascendental del pueblo indígena inga. Las ceremonias las hacen en las noches. Se reúnen hasta 900 comuneros. Hubo un tiempo en que los narcotraficantes, la guerrilla y los paramilitares estaban en ese territorio, sembrado con 2.500 hectáreas de amapola. La disputa fue a sangre y fuego. A líderes como Hernando Chindoy, quienes dictaron (desde el propio Gobierno) la orden para que en ocho días salieran del territorio los grupos armados, incluido el Ejército, les hicieron atentados con granadas y tiros de pistola. La pelea por zafarse del cultivo fue a ese precio, cuenta Chindoy, el líder de los ingas en Colombia, quien permanece en la maloca central de los ingas en Mocoa, la capital del Putumayo.

Su osadía se repite a diario cuando actúa pensando en cómo ser un mejor wuasikama, que traduce “un mejor guardián de la tierra”, y tiene la trascendencia y belleza de su idioma propio. En las ceremonias, la multitud de ingas, acompañados de sus hermanos cofanes y sionas, en las noches pensaban “cómo dejar de ser cómplices de los daños que les causamos a otros seres humanos y a nuestra madre, la tierra”, explica Chindoy.

Entonces, los habitantes rodearon a los líderes, algunos salieron heridos entre julio de 2003 y marzo de 2004, cuando finalmente el control del territorio lo obtuvo la guardia indígena, que en ese momento creció de 12 alguaciles a 120. Utilizando bastones de mando y en grupos de 400 comuneros desalojaron el territorio de la flor de amapola y se turnaron para vigilar el resguardo e impedir que entraran los armados. Las nueve comunidades que componen el resguardo indígena de Aponte, en el municipio Tablón de Gómez, al sur de Colombia, continúan haciendo esa tarea.

Las ceremonias también sirvieron para consolidar el plan de vida de los ingas. Fue el tercero que hizo un pueblo indígena en el país, después de los cofanes en el Putumayo y los misak en el Cauca; un camino que recorrió Chindoy desde 2003, cuando lo nombraron gobernador de la comunidad de Aponte y logró que el cabildo pasara a ser resguardo, con 17.000 hectáreas de tierra, 16.000 más de las que tenían antes.

La conciencia de los ingas atraviesa su plan de vida, por eso no dejan de pensar en la tierra y en la herencia de sus ancestros, quienes les enseñaron a cultivar su propia comida. En chagras o huertas, los ingas tienen los alimentos esenciales y las plantas curativas que utilizan en las ceremonias. Después vino la etapa de entender cómo y con qué iban a desarrollar su pueblo. También hubo ceremonias y momentos de conciencia. Sembraron arveja y llegaron a vender hasta 600 toneladas en la central de abastos de Bogotá. El café, igualmente, creció boyante. Se propusieron, desde 2004, que en 2010 tendrían 200 hectáreas sembradas, pero para esa fecha ya tenían 330. Sin utilizar una sola gota de veneno de algún herbicida, solo los que preparan con plantas de la chagra y otros desechos orgánicos.

El veneno contra la coca le trae malos recuerdos y lo repudia con contundencia. Chindoy dice que los campesinos no deberían comprar glifosato para los cultivos distintos a la coca, en protesta por las fumigaciones del veneno que durante dos años rociaron desde el cielo de Aponte. Eso fue entre 2000 y 2003.

En la actualidad, caminando por la vida con 42 años, Chindoy es el representante legal de la entidad territorial Atun Wasi Iuiai-Awai, del pueblo inga de Colombia, organización que agrupa a cerca de 38.000 comuneros de esa etnia. A finales de 2017 la asamblea general lo nombró para un período que termina en marzo de 2022. Por eso, desde hace varios meses está a la tarea de hacer crecer el negocio de exportación de café procesado de nombre Wuasicama. En 2015, los ingas recibieron de las Naciones Unidas el premio Ecuatorial, por todo el avance social, económico, cultural y ambiental que han desarrollado a lo largo de los años, mediante el café y otros productos del campo. Este año que termina han exportado más de diez toneladas de café orgánico procesado, que hoy se consigue en el centro de Bogotá en la carrera 4 n.° 12B-27.

Para el año siguiente, Chindoy dice que tiene previsto, junto con la organización, abrir cuatro tiendas en las siguientes ciudades capitales: Madrid, Santiago de Chile, Ciudad de México y Quito. Quiere llevar el café Wuasicamas por el mundo, dice, no solo con el sabor orgánico de la tierra, sino también con el mensaje de que hay que cuidar el ambiente para que la vida continúe.

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Hernando Chindoy: sembrar café en lugar de amapola por respeto a la tierra inga

Cultura 24 May 2018 – 8:18 AM Daniela Cubillos Rojas Esta crónica fue publicada originalmente por El Espectador  

Cerca de la casa de mis papás vivían José Antonio Carlosama y Rosario Chazoy, una pareja de abuelitos que sembraba árboles de maco. Todos los domingos les celebraba la misa que aprendí escuchando a los sacerdotes en la radio. Lo repetía todo al pie de la letra y los abuelitos hasta se arrodillaban. Cuando llegaba el momento de darles el cuerpo y la sangre de cristo, tomaba un vaso de café y una arepa de maíz asada en una cayana de barro que ellos me regalaban, la partía en dos y se las entregaba. A cambio me pagaban con un maco o la mitad de uno y yo me iba contento con eso.

Nací en los bosques vírgenes de Nariño. En el punto más alto de la montaña, donde el viento besa las tierras no exploradas. Un monte de tímidos venados, osos, loros y pavas. De noches oscuras y pequeñas luces flotantes en las vías desconocidas. A dos horas caminando del pueblo de Aponte. Alejado de ese casco urbano que en aquella época era más bien un caserío lleno de casas con techos de paja. Viví diez años en un rancho construido sobre un gran tronco cubierto por cáscaras de madera conocidas como horillos y luego nos mudamos a quince minutos del pueblo para que pudiera ir a la escuela.

Decían que el maco te volvía tonto, pero a mí me hizo bien. Aprendí rápido el español y terminé la primaria en tres años. Hui de casa cuando dejaron de matricularme, y me gradué mientras contemplaba a mis compañeros de bachillerato perderse entre la ambición de dinero. Los cultivos de amapola reclamaban sus cuerpos para explotarlos, sin que ellos supieran. Éramos 37 cuando iniciamos el bachillerato, solo quedamos dos.

Sabía que algo no estaba bien en la comunidad. No éramos nosotros. Yo lo vi, lo sufrí, lo cambié. Hace 25 años que José y Rosario murieron. No sé si fue su Maco o todos los abuelos los que abrieron mi mente y en donde encontré la fuerza e inspiración para buscar la manera de que el pueblo inga los imitara y recuperara la identidad perdida.

Los abuelitos eran lo más cercano a nuestros ancestros, los que mantenían vivas nuestras costumbres. En ese momento solo existían tres o cuatro abuelitos que portaban el vestido propio, la cusma. Nosotros no nos quitábamos los jeans, las camisetas y la ropa de la mayoría, incluso cambiábamos nuestros apellidos indígenas. Ya no era Chingoy, sino Gómez. Lo hacíamos por la vergüenza que cargaba nuestras espaldas desde hace muchos años. Nos trataron como salvajes, como si nuestra espiritualidad fuera del demonio. Fue tanta la humillación que mi gente se perdió de sí misma.

Y por encima del desarraigo estaban esos cuatro ancianos. Estaba Luis Alfonso Jamioy, el abuelo que anda a pie limpio y que aún vive. En ellos vivía la fortaleza para decir que tenemos un vestido propio que nos hace distintos del resto de la población. Una cusma ligada al plumaje del cóndor.  Blanco como la luz de los rayos del padre sol y negro como el color de la tierra. Que éramos hombres y mujeres que queríamos caminar entre el estado de la luz y la oscuridad para vivir en armonía con nuestra comunidad y la familia. Indígenas orgullosos protegidos por el tigre, el guía que nos orienta la vida y el pensamiento.

Antes de entender nuestra historia y mi deber, fui trabajador de amapola. Nadie estaba por fuera de aquella bonanza de bellos colores. Tuve dos hectáreas de cultivo y sesenta trabajadores bajo mi coordinación. Saqué morfina y me lucré de ese gran negocio que pagaba entre $35.000 y $40.000 pesos el gramo de heroína. Pero cambié mi vida por respeto a la lucha de mis ancestros por la tierra, esa que envenenamos con químicos y glifosato. Permitimos la llegada a nuestra casa de guerrilleros y paramilitares. Trajeron con ellos la violencia y el miedo. Nos secuestraron en nuestro propio territorio. Presos de esos ocho mil millones de pesos a la semana que se esfumaban y de meses de hambre cuando fumigaban.

Fueron 870 familias las que tomaron la determinación. No confiamos en externos, nos apoyamos como un colectivo. Nos encontramos con nuestra espiritualidad acercándonos a viejas costumbres, a la planta del yajé, la lengua inga y al vestuario. Cambiamos las 2.500 hectáreas de cultivos de amapola por café. Acabamos el flagelo. Emprendimos. Ahora el café Wuasikamas de Bogotá es la representación de nuestra cultura en Colombia, de nuestra identidad y el nuevo comienzo. El 40% de sus ganancias están destinadas a la reconstrucción del pueblo.

Pero la pasión por la lucha siempre lleva al recelo. Como líder comunitario soy un hombre de amores y odios extremos. Los paramilitares me dieron 24 horas para renunciar a mi papel de gobernador. No lo hice. No los escuché porque soy un cabeza de maco. Un sábado a las dos de la tarde llegaron al cabildo, estábamos en plena reunión. Me gritaban qué hacía ahí, si ya tenía una orden. Por suerte, el lema de la comunidad era: “Si a Hernando Chindoy le pasa algo, aquí se barre hasta el nido de la puerca” y llegaron todos, los rodearon con machetes y lo que pudieron coger. Les dejaron claro que, si yo moría, mas de uno de ellos también. Se marcharon llenos de coraje.

Dicen que cuando uno recibe tiros se muere sin sentir, que el cuerpo se va amortiguando. Ese 25 de diciembre había llegado al pueblo, abracé a unos amigos para desearles feliz navidad y a dos metros dos muchachos encapuchados se acercaban con las manos en la cintura. Ya me habían advertido que me darían de baja, que me harían su famoso champú. Sacaron un revólver y una pistola. Yo solo escuchaba los tiros. Al frente estaba la casa de un exgobernador y corrí a ella. Pegaron en las vitrinas, la nevera, la pared. No sentía nada. Solo buscaba los huequitos de las balas en mi cuerpo. No me dieron. Tuve suerte. Desde ese día, desde que me enfrenté a la muerte, pensé en vivir con mayor fortaleza y determinación. No por mí, sino por nosotros, los ingas.

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Premio a la dignidad, entereza y resiliencia del pueblo Inga de Aponte

20-may-2016 Noticia originalmente publicada por el PNUD.

El gobernador del resguardo indígena inga de Aponte, Nariño, recibió el Premio Ecuatorial 2015 de manos del representante a.i. del PNUD, Arnaud Peral. Lo acompañan en la foto, Hernando Chindoy, presidente Tribunal de Pueblos y Autoridades Indígenas del Suroccidente colombiano y Vicky Lesley Garcés, representante de las mujeres. Foto: Andrés Arbeláez/PNUD Colombia

(Bogotá, 20 de mayo) Las mujeres, los mayores y los jóvenes del pueblo inga de Aponte, Nariño, llegaron juntos al Congreso de la República a recibir el Premio Ecuatorial que les otorgó el PNUD por su destacado impulso al desarrollo local sostenible.

Después de un largo viaje por carretera y guiados por el gobernador del resguardo, Oscar Janamejoy, y Hernando Chindoy, uno de sus líderes históricos, los ingas llegaron a recibir su premio con el corazón dividido: mientras se les reconocía en el mundo que en medio del conflicto armado lucharan con éxito para recuperar su soberanía y los derechos de sus 22.283 hectáreas de territorio ancestral, una falla geológica les partió el pueblo por la mitad.

“Nos sentimos orgullosos de todo lo que hemos logrado hasta ahora. Cambiamos la amapola por café. Contribuimos a cambiar la historia. Logramos pasar de ser un cabildo a un resguardo. Ahora estamos haciendo un llamado para que nos ayuden y podamos vivir con la dignidad que siempre hemos defendido”, expresó el gobernador Janamejoy.

“Salir del narcotráfico no es tan fácil. Se necesita mucho apoyo institucional y moral e invitamos a todos a hacer lo mismo”, agregó Hernando Chindoy.

A esta voz se sumó Vicky Lesley Garcés, representante de las mujeres: “Por culpa del narcotráfico fue asesinada una de mis compañeras y tuvieron que huir varios jóvenes. Queremos decir que esta problemática nos vulneró como mujeres”.

Cambiar la historia

La comunidad  logró un acuerdo pionero con el Gobierno para erradicar sus cultivos de amapola. Creó un fondo con dinero del Estado y con esto se fortaleció y tramitó la titulación del territorio para convertir el cabildo indígena en resguardo. 

Además, los inga acordaron fortalecer sus instituciones de justicia y se comprometieron ante sus adultos mayores y otras autoridades a alejarse de los cultivos ilícitos.

De esta forma, el pueblo declaró 17.500 hectáreas de páramos, lagunas y montañas como área sagrada. La comunidad se organizó en torno a un modelo de gobierno que se basa en una visión compartida de la justicia y la acción colectiva en la salud, la educación, los servicios comunitarios, la restauración de ecosistemas y los medios de vida sostenibles.

Este gran esfuerzo comunitario es el que reconocen el PNUD junto con los gobiernos de Noruega, Alemania, Suecia y Estados Unidos, así como el Convenio de Diversidad Biológica, Pnuma y la Fundación de las Naciones Unidas.

“Los acuerdos de París para mitigar el cambio climático sólo se lograrán trabajando con comunidades locales, porque es ahí donde se perciben de verdad los resultados de las acciones”, declaró el representante a.i. del PNUD en Colombia, Arnaud Peral, acompañado del embajador de Noruega en Colombia, Lars Vaagen;  el viceministro de Ambiente, Pablo Vieira Samper y el secretario de Gobierno de Nariño, Mario Viteri.

La comunidad inga de Aponte fue premiada, según Peral, por haber dado ejemplo de una iniciativa de “triple beneficio”, pues el proyecto de los indígenas representó avances económicos, sociales y ambientales.

Este es un gran ejemplo de lo que en el PNUD describe como métodos de “triple ganancia”, donde las iniciativas ofrecen beneficios económicos, sociales y ambientales de forma simultánea y que además reducen las brechas de género contribuyendo decididamente al logro de la agenda global 2030”, precisó el Representante del PNUD.

“Es en el nivel local donde los vínculos entre los aspectos sociales, económicos y ambientales del desarrollo sostenible son tangibles, y donde vemos algunos de los ejemplos más claros de soluciones exitosas de desarrollo sostenible”, añadió

“Esta contribución ha sido indispensable para la flora, la fauna y la recuperación de hectáreas, además ha mejorado la gobernanza y el tejido social inga”, señaló el embajador de Noruega Lars Vaagen.

En la premiación también participó el viceministro de Ambiente de Colombia, Pablo Vieira Samper, quien destacó que los Inga han dado un paso trascendental por el momento histórico del país, próximo a firmar un acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc.

Liderazgo

El trabajo de los inga en Aponte es considerado como un ejemplo para el logro de objetivos nacionales, en este caso para las políticas de erradicación de cultivos ilícitos.

El evento de premiación apuntó a honrar la gran innovación y el liderazgo que viene de las propias comunidades locales de Colombia, en un espacio tan simbólico como es el Congreso de la Republica.

Según precisó Jimena Puyana, coordinadora de Desarrollo Sostenible del PNUD, este año los ganadores fueron elegidos entre casi 1.500 candidaturas provenientes de 126 países. Durante meses una serie de expertos internacionales llevaron a cabo un riguroso proceso de selección de los ganadores.

“Durante estos años sabemos que los ganadores del premio han asegurado los derechos sobre las tierras de cientos de comunidades, han salvado millones de hectáreas de bosques de la destrucción, han protegido especies animales en riesgo de extinción y han creado decenas de miles de puestos de trabajo para sus comunidades”, explicó Puyana.

Entre los ganadores de esta versión del premio hay grupos que trabajan en zonas de conflicto, por ejemplo Irán, Afganistán, República Democrática del Congo, Honduras y Colombia.

“La historia del pueblo inga de Aponte debe quedar grabada en las mentes y corazones de todos los colombianos y servirnos de ejemplo. Ellos vivieron épocas de grandes conflictividades por la presencia en su territorio de grupos armados al margen de la ley y los cultivos de uso ilícito”, añadió Puyana.

Destacó que Hernando Chindoy, gobernador en ese entonces del resguardo, se empeñó en que su pueblo recuperara su autonomía, su dignidad y sobre todo, la soberanía del territorio que les pertenece.

Ahora los inga piden apoyo para enfrentar ahora un desafío de la naturaleza: Profundas grietas  en el terreno  han devastado sus hogares. Alguna de ellas de varios metros de profundidad,  continúan creciendo y expandiéndose desde enero pasado.

“Es esencial que el proceso sea asesorado por estudios geológicos rigurosos para evitar desastres similares en el futuro en un territorio de vital importancia para la comunidad, por su soberanía de 300 años, por su identidad, por sus derechos económicos, sociales y culturales. Será entonces fundamental plantear soluciones que  reduzcan el riesgo futuro de desastres sin violar la integridad territorial o cultural de la comunidad Inga”, enfatizó Arnaud Peral.

Llamado al que se suma el Secretario de Gobierno de Nariño: “Lo que viven en Aponte con la falla geológica se compara con Gramalote”.

Desde la cosmovisión indígena el líder Hernando Chindoy resume lo que viven en pocas palabras: “La tierra está llorando, la naturaleza está clamando que la salvemos. Todos somos guardianes de la tierra y la tenemos que cuidar”

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Tiempo de amapolas

Al sur de Colombia, los ingas continúan su particular batalla contra otra tiranía, la de las mafias de la heroína.

LAURA RESTREPO28 NOV 2009

Este reportaje fue publicado originalmente por El País de España.

Hernando Chindoy, gobernador del Cabildo Indígena de los ingas, supo que habían cambiado los tiempos la noche en que vio a sus vecinos comer algo que él nunca había probado, sardinas en lata, inimaginables hasta entonces en su rincón del mundo, al extremo sur de Colombia, en el departamento de Nariño, una imponente geografía montañosa que se alza hasta los 5.000 metros y ostenta varios volcanes que de tanto en tanto estornudan ceniza, para que nadie olvide que se trata de monstruos activos. Y las sardinas aquellas, que venían en salsa de tomate y eran marca Van Camp’s, resultaron ser apenas un anuncio de la gran transformación que a partir de 2003 tendría lugar en la zona, cuando sus gentes empezaron a andar armadas, las caras extrañas fueron más que las conocidas, hubo billetes para meter al bolsillo, los bares y los burdeles salieron como de la nada y la muerte se instaló a vivir en los campos y las plazas…

La causante de la conmoción había sido una flor. Aquella a la que el tenore di grazia Tito Schipa le cantara inocentemente, amapola, lindísima amapola, será siempre mi alma tuya sola, sin sospechar que en un futuro cercano el objeto de sus trinos daría lugar al multimillonario tráfico ilegal de la heroína. “Antes utilizábamos la amapola como adorno”, dice Chindoy, “y la sembrábamos en macetas porque apreciábamos su belleza. Pero de repente miramos alrededor y vimos que toda la tierra se había transformado en un jardín y que la montaña estaba cubierta por las flores rojas”. Ahora crecían hasta en las calles de tierra del poblado, e iban reemplazando a la papa y a la alverja en las huertas caseras. También podían ser blancas o moradas, añade Sonia Amado, y recuerda que cuando las vio por primera vez, al regresar de visita a Puerres, su pueblo natal, aquello le pareció una fiesta de colores.

Con las flores llegaron gentes que les dijeron: abran los ojos, que eso es dinero en grande, la flor va a dar trabajo para todo el mundo. Los ingas se volcaron con entusiasmo a extraer el látex, tres mínimas rayas con cuchilla de afeitar en el bulbo de cada flor, y a poner una copita de las de ron para recoger las gotas blancas. Los cultivos daban leche, y la leche era bien paga. Habían llegado al pueblo los compradores: paramilitares, mafiosos y criminales de toda laya, a través de los cuales la comunidad, hasta entonces aislada y pobre, entró a hacer parte de la vertiginosa cadena de un ávido y asegurado mercado internacional. En el nuevo negocio hubo cabida para todos, especialmente para los más marginados, mujeres y menores que con sus manos, pequeñas y cuidadosas, podían rayar la delicada flor con más eficacia que los hombres. “Los niños eran un poco más bajos que las plantas”, dice William Martínez, “y cuando estaban rayando en los amapolares no se les podía ver, se ocultaban entre las flores, sólo se descubría su presencia por el movimiento de los ramajes”.

Al calor de la bonanza, los ingas abandonaron su propia lengua, compraron radios e hicieron a un lado sus trajes tradicionales, confeccionados en lana virgen y telar manual, para echarse encima la pinta con ropa de marca. Dejaron de lado la embriaguez mística y ceremonial del yahé, o santo remedio, para ponerse unas borracheras olímpicas en las cantinas, con ron Cinco Estrellas o Viejo de Caldas. Y al tiempo con la euforia fue llegando la desgracia, y la flor bendita mostró su cara amarga. Por andar en el embeleco de sembrarla, se habían olvidado de cultivar alimentos, que se encarecieron tanto que aunque había dinero, no alcanzaba para comer. Las guerrillas, que se ingeniaron la manera de sacar tajada custodiando los amapolares, se convirtieron en justicieros y aplicaron pena de muerte a quien incumpliera los pactos del negocio. El Plan Colombia, acordado entre Estados Unidos y el Gobierno colombiano, dispuso la criminalización de la siembra, la militarización de la zona y la fumigación masiva desde aviones, como medidas para erradicar los cultivos a la brava. Muchos adultos de la comunidad fueron a parar a la cárcel mientras en casa quedaban los niños solos. Se arruinaba quien cayera en manos de la ley, al gastar en abogados más de lo que había ganado con el látex. Para mantener al Ejército alejado de la amapola, las guerrillas levantaron la consigna “nosotros no peleamos contra el Ejército, el Ejército pelea contra las minas”, y enterraron cientos de quiebrapatasque empezaron a estallar, quitándole la vida o las piernas a las mujeres que iban a por agua, a los niños que jugaban entre los matorrales, a los campesinos que bajaban al mercado.

“Era imposible no darse cuenta de que estábamos haciendo algo mal, algo muy malo para nosotros mismos”, dice Chindoy. Habían puesto en jaque la vida, y la comunidad se les disolvía, al perder costumbres y disolver lazos en el remolino de la novedad. “Se nos olvidó lo que los abuelos nos habían enseñado al calor del fogón”, reconoce Querubín, cabeza del cabildo de justicia. Se les había vuelto extraña hasta la propia tierra. Por generaciones la habían defendido manteniendo acciones de resistencia contra la violencia terrateniente y esgrimiendo en las notarías el título de propiedad que Felipe II, rey de España, les había firmado durante la Colonia. Y ahora esa misma tierra, la Pacha Mama que sus ancestros habían venerado y respetado, estaba envenenada con fumigantes, sembrada de minas, regada con sangre. Había que dar marcha atrás. Quedaba claro que el nuevo camino era una espiral hacia el desastre.

De ahí que el Cabildo Indígena de los ingas, convocado por Chindoy, se planteara la urgencia de volver a los cultivos tradicionales tras arrancar a mano hasta la última amapola. “La gran mayoría de la gente no quería”, dice Chindoy, “alegaban que si se acababa la amapola se iban a morir de hambre, que regresaría la gran pobreza, que los jóvenes se irían lejos a buscar su vida, porque aquí no habría nada para ofrecerles”. Durante un año entero, los integrantes del cabildo debieron conversar con las familias, una por una, hasta lograr que la comunidad se comprometiera en las grandes mingas de la erradicación definitiva.

El actual gobernador del departamento de Nariño, Antonio Navarro Wolff, es el principal impulsor de una política generalizada de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos. Navarro Wolff, ex comandante del desmovilizado M-19, es oriundo de la propia Nariño, tierra por la que anduvo enmontado y enfierrado acompañando las luchas indígenas, y que ahora, dos décadas después de deponer las armas, ha llegado a gobernarla por vía legal y voto popular. “Trabajar era bueno en el Sur”, había escrito su coterráneo, el gran poeta Aurelio Arturo, pero esa afirmación había dejado de ser cierta. Debido tanto al narcotráfico como a la coacción oficial para acabarlo, trabajar en el sur se había vuelto una experiencia azarosa, cuando no mortal. Sacar adelante una región tan pobre, aislada y sumida en la violencia como Nariño no resultaría tarea fácil, así que Navarro se propuso al menos un objetivo, elemental y central: que hombres y mujeres pudieran trabajar en paz, y que su trabajo les diera suficiente para mantener dignamente a sus hijos. Los cultivos ilícitos no permitían ni una cosa ni la otra. Navarro era consciente de que la legalización de la droga, como medida mundialmente acatada, sería la única solución para ponerle punto final al problema, porque acabaría con los altos precios de la heroína y por tanto también con el látex, la amapola, los cultivos de amapola, los narcos, los paras y la guerrilla; con la legalización, toda esa barahúnda se derretiría como las nieves de antaño. Pero también sabía que no podía quedarse de brazos cruzados esperando a que llegara ese día, o sea, el de san Blando, que no tiene cuándo. Debía actuar ahí y ahora, en las condiciones dadas, y montó un plan de desarrollo agrícola con base en la sustitución voluntaria, con dos condiciones que serían a la vez garantías: no fumigantes, y no violencia. “El objetivo del programa”, dice, “es lograr cero amapola y cero coca, sin rodeos, sin ambages, pero como resultado del desarrollo rural, seguridad e ideología, y no como producto de un simple ejercicio de autoridad. La erradicación a la fuerza puede obligar a la gente a destruir la amapola, pero no puede evitar que reincida. Más que erradicar, el verdadero problema es evitar la resiembra. Buscamos que el agricultor que erradique tenga convicción y confianza en lo que está haciendo”.

El plan de Navarro puede atorarse en un cuello de botella, que consiste en que el mercado, que alarga gustoso sus tentáculos hasta la región más lejana para hacerse a una mercancía valiosa como la heroína, no va a perder el sueño por unas cosechas de hortalizas. “Hay la tierra y hay quien la trabaje”, dice Chindoy, apuntando con el índice hacia los nuevos sembradíos de alverja y café de su resguardo, “pero falta quien nos compre”. Apoyándose en el fortalecimiento de su comunidad y en el control ejercido por autoridades propias, los ingas han encontrado la fuerza, la disciplina y la ideología necesarias para prescindir de la flor roja, que ya no cultivan ni en las macetas de sus patios. “Hoy somos pobres materialmente, pero vivimos en paz”, te dicen allá desde los ancianos hasta los niños, como si necesitaran reafirmarse en su decisión. Porque la renuncia a la amapola no ha sido ningún camino de rosas, y si en alguna parte hay un coronel que no tiene quién le escriba, en las altas montañas del sur de Colombia hay muchas comunidades, como la de los ingas, que no tienen a quién venderle sus productos agrícolas, y que a través de Hernando Chindoy quisieran hacerle una pregunta a quienes en el mundo manejan la política antidroga por vías coercitivas y violentas: “¿Y no sería más barato, más eficaz y hasta más bonito que el mercado internacional se ocupara de comprarnos unos cuantos bultos de alverja?”.

Laura Restrepo (Bogotá, 1950). Demasiados héroes. Alfaguara. Madrid, 2009. 164 páginas. 18,50 euros.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 28 de noviembre de 2009

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